
Un payaso bueno
Mi primer contacto con Robin Williams fue en 1980, tenía 5 años y mi padre me llevó al cine para ver a uno de mis ídolos desde que gateaba: Popeye, el marino bonachón que se convertía en fortachón cuando ingería espinacas. Y como muchos niños alrededor del mundo, me atraganté con la hortaliza en todas las recetas posibles, con tal de alcanzar algo de la fuerza de mi héroe cachetón. Siempre fui un niño muy enfermizo y mi fuerza nunca aumentó, pero lo que sí aumentó fue mi admiración por este actorazo que empezaba a despuntar en Hollywood. Curiosamente, lo encontré en una serie de TV estrenada en 1978 llamada Mork and Mindy (Mork del planeta Ork en Latinoamérica), en esos tiempos, los estrenos y series llegaban con años de retraso a las pantallas pues no existía la globalización y los grandes estrenos mundiales eran negados para los países pequeños.
No volví a escuchar más de él hasta Good Morning, Vietnam, un drama de guerra que le valió su primera nominación al Oscar. Aquí me di cuenta de su pertenencia a ese selecto grupo de intérpretes que irradian talento y señorío tanto en la comedia como en el drama. Después me deleité con su papel secundario pero sobresaliente en Las aventuras del Barón Munchausen, ya iba creciendo y tenía más criterio para sopesar la inmensidad de este humilde norteamericano, aunque siempre creí que era extranjero, pues tenía una facilidad asombrosa para imitar acentos de países impronunciables. Siempre hay una película que marca tu adolescencia, y esa sin duda, fue Dead Poets Society, seguramente la culpable de mi obsesión por las letras (junto a un puñado de otras obras) y mi amor incondicional y eterno por el séptimo arte. Williams interpreta a un apasionado maestro que interviene positivamente en las vidas de sus alumnos, atormentados por las inquietudes de la juventud (creo que también fue el culpable de mi dedicación a la docencia hasta el presente). Su filmografía se vuelve casi interminable pues tuvo una carrera muy prolífica, paseó su talento por el mundo con títulos como The Fisher King, Despertares, Hook, Mrs. Doubtfire, Jumanji, Aladino y La Jaula de las Locas, había ya ganado todos los premios menos uno. La crítica, colegas y entendidos clamaban por un merecido Oscar hasta que llegó su momento en 1997: se alzaba por fin con la estatuilla dorada por su trabajo en Good Will Hunting, interpretando casualmente a otro profesor. Recuerdo haber visto esa ceremonia (como todas desde que tengo uso de razón) y emocionarme hasta las lágrimas por su triunfo, lo sentía cercano y cálido, como ese primo o tío simpático que siempre anima las fiestas familiares. Sus discursos de agradecimiento y sus entrevistas se hicieron legendarias por su capacidad de improvisación y humor fino.
Después vino otra avalancha de títulos que mantuvieron siempre su nombre en las marquesinas y en la preferencia del público: Patch Adams, El Hombre Bicentenario, Insomnia y la aclamada Más allá de los sueños (La Divina Comedia de Dante en audiovisual). Ya había participado en algunos blockbusters pero fue Una noche en el museo y sus 2 secuelas las que le devolvieron una conexión única con su público. Les recomiendo una película no tan conocida de él, pero que vale la pena revisar: Deconstructing Harry, del genial Woody Allen, donde podemos ver a un Williams “desenfocado”, y así permanece todo el film, siendo cuestionado porque es diferente y creando una interesante metáfora de nuestro mundo real.
Lastimosamente lo aquejaba una enfermedad silenciosa y traicionera, un extraño padecimiento psiquiátrico que lo llevó a una profunda depresión y al suicidio en el 2014. Se llevó su sonrisa a otro lado, y con ella una parte de nuestra niñez. Era un juglar moderno, un niño arrugado, era un payaso bueno…
El libro Robin, de Dave Itzkoff (best seller del New York Times en el 2018) aporta más datos importantes en la vida y muerte del más grande comediante estadounidense contemporáneo.